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De asesinos y cómplices: la quema de la embajada de España

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I. 2005
El siete de febrero de 2005 yo era becario de gestión cultural en el Centro Cultural de España de la capital guatemalteca, a la que había llegado unos meses antes para lo que pensaba sería un breve periodo de experiencia latinoamericana y que al final se convirtieron en seis años definitivos de mi vida.  Ese día mandé un correo electrónico al diario Prensa Libre, el medio “serio” de Guatemala. En las páginas de opinión, uno de los propietarios del periódico publicaba una columna en la que acusaba a Máximo Cajal del asalto y quema de su embajada, ocurrida el 31 de enero de 1980. Murieron 37 personas, a las que hay que añadir uno de los dos supervivientes, secuestrado en el hospital y torturado hasta la muerte, y tres asistentes al funeral. Por si fuera poco, unos días después, moriría asesinado Roberto Mertins, director del Instituto de Cultura Hispánica que había criticado la brutalidad del asalto.

En ese 25 aniversario del asalto, la prensa guatemalteca se llenó de invectivas contra Cajal. El entonces embajador español, podía leerse, era un criptocomunista aliado de los “guerrilleros”, que había calentado la cabeza a los “indios” durante sus viajes por el interior del país, en una época en la que se institucionalizaron las masacres contra las comunidades indígenas. Ese día, el columnista de Prensa Libre, en un ejercicio de cinismo absolutamente vomitivo, llegaba a insinuar que el propio Cajal provocó el incendio que incineró a decenas de personas (y que le provocó quemaduras de primer grado en el 14% de su cuerpo). En la parte inferior de la columna figuraba el mail de contacto. Abrí el ordenador y, de manera educada, le puse referencias que evidenciaban sus mentiras y desmontaban las medias verdades. Concluía con un “me extraña mucho que el responsable de un medio prestigioso se limite a repetir como un loro de feria las especies que, desde hace ya un cuarto de siglo, repiten como justificación los responsables de semejante barbaridad”. Dos horas después, recibí una llamada de la embajada.

La semana anterior, el 31 de enero, fecha exacta del 25 aniversario del asalto, el embajador había organizado una discreta ceremonia de conmemoración. En el interior de la legación diplomática nos reunimos unas treinta personas: diplomáticos, personal de la oficina económica, del Centro de Formación, de la Oficina Técnica de Cooperación, del Centro Cultural, los guardia civiles encargados de la protección del edificio y los funcionarios administrativos del consulado. Entre estos últimos, había familiares de los asesinados. En aquel momento, la ceremonia (que incluyó un fragmento de un poema de Miguel Hernández), me supo a poco. Ahora, con perspectiva, entiendo que el embajador tenía razón al bajar el nivel de visibilidad. Guatemala, en el segundo año del gobierno de Berger, estaba en un momento aún más complicado de lo habitual: se ponía en marcha la limpieza social institucionalizada desde el ministerio de gobernación, el jefe de la policía, Sperissen, montaba un grupo de tareas que asaltaría cárceles y ejecutaría presos y la inestabilidad estaba a flor de piel. No era el momento para exponerse, sobre todo porque nos tenían ganitas: desde el CACIF hasta los medios grandes, se aprovechaba el aniversario para poner en el disparadero ciertos proyectos de AECID, que incluían el apoyo a colectivos indígenas que luchaban por la memoria y la justicia.

Sonó el teléfono, decía, y al  otro lado estaba Guillermo, el segundo de la legación. Fue amable y educado: el embajador había recibido una llamada del capitoste del periódico, exigiendo saber cómo alguien que dependía de la embajada se atrevía a escribirle cuestionando su criterio editorial. El tipo había averiguado, a partir de mi correo privado, quien era yo y donde trabajaba. Su intención, clarísima, era que me despidieran, como escarmiento y advertencia. Tuve suerte de que la embajada de España en Guatemala, entre 2004 y 2008 estuvo a cargo de gente razonable, inteligente y contextualizada. Y en particular, del embajador, Juan López-Dóriga, un profesional sumamente competente, una persona culta y, sobre todo, un muy buen tipo. Es probable que, en cualquier otro lugar, sencillamente me hubieran cortado la beca. No era algo frecuente, pero si posible. O al menos, me habría caído una buena bronca por generar una situación incómoda.

Fue una gran lección sobre cómo funcionaban las cosas en ciertos ámbitos de poder chapines. Pedí disculpas, aseguré que no había sido mi intención montar jaleo, colgué el teléfono, salí del trabajo y me acerqué a una tiendecita de zona cuatro donde vendían pañuelos. Compré una caja de cuatro, los más viejunos que pude encontrar, y le pedí al dependiente que añadiese una nota: “Para que llores solito”. Se lo mandé anónimamente al columnista delator y me desahogué en el blog lamentable que tenía entonces. Ese pequeño gesto de inmadurez me hizo sentir mucho mejor.

II.  2015
Han pasado diez años y estoy escuchando por internet la lectura de la sentencia del juicio por la quema de la embajada. En Montevideo, al otro lado del continente, mientras hago la cena y María escribe un artículo sobre la historia del chivito, no puedo evitar emocionarme oyendo a la jueza Sara Yok enumerar, con voz entrecortada, y ante una sala abarrotada, las pruebas que condenan a Pedro García Arredondo a 90 años de prisión. Como en una novela leída varias veces, van apareciendo personajes conocidos: Gregorio Yujá, el héroe trágico de aquella jornada aciaga, que salvó al embajador de morir abrasado para ser luego secuestrado en el hospital y torturado hasta la muerte. Odette Arzú, señora de la alta sociedad y espía, cuya vida daría para una película. . Las imágenes desvaídas de la televisión guatemalteca, mostrando en directo la tragedia. La sombra de García Arredondo con la mano en la culata de su automática, observando el incendio con una mueca sobrecogedora. Los cuerpos carbonizados de las víctimas y un bombero voluntario que se echa las manos a la cabeza. El dolor en estado puro.

Lo importante no es solo que García Arredondo, uno de los mayores psicópatas (en palabras de la propia CIA, horrorizada ante los desmanes de un monstruo que ellos mismos habían creado) en un régimen que tenía un ministro del interior con una cámara de tortura en su casa, haya sido condenado a noventa años de cárcel. No. Lo verdaderamente esencial es que se ha desmontado un relato, cuidadosamente construido durante décadas que criminalizaba a las víctimas.

Ayer quedó en evidencia la colusión entre los asesinos y gente que va de digna y respetable por la vida y que no son más que unos perfectos mierdas. Gente que dirige prensa presuntamente libre, gente que, desde el propio ministerio de Exteriores, le hizo la vida imposible a Máximo Cajal cuando regresó a España, gente que se las da de historiador y que durante años han sido los tontos útiles de un pacto de silencio entre genocidas. Gente que, con la condena de García Arredondo, resulta también condenada como lo que son: cómplices necesarios.

Ayer se hizo justicia. Por su memoria y por la nuestra:

Adolfo Molina Orantes

Gavina Morán Chupe

Edgar Rodolfo Negreros Straube

Eduardo Cáceres Lenhoff

Felipe Antonio García Rac

Francisco Chen Tecu

Francisco Tun Castro

Gaspar Vi Vi

Jaime Ruíz de Arbol

José Angel Xoná Gómez

Juan José Yos González

Juan Chic Hernández

Juan López Yac

Juan Tomás Lux

Juan Us Chic

Leopoldo Pineda

Luis Antonio Ramírez Paz

Luis Felipe Sáenz

María Cristina Melgar

Gustavo Hernández

Jesús Alberto España

Liliana Negreros

María Lucrecia Rivas

María Teresa Vásquez

María Pinula Lux

María Ramírez Anay

María Wilken de Barillas

Mateo López Calvo

Mateo Sic Chen

Mateo Sis

Miriam Judith Rodríguez Urrutia

Nora Adela Mildred Mena

Regina Pol Cuy

Reyno Chiq

Salomón Tavico

Sonia Magaly Welchez

Trinidad Gómez Hernández

Vicente Menchú Pérez

Victoriano Gómez Zacarías

Gregorio Yujá

Máximo Cajal y López

Roberto Mertins Murúa


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